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Los héroes cotidianos

Me gustan muchos los héroes cotidianos. Esos que no llevan capas, ni mallas pero salen todos los días a pelear por la vida. La que los tocó, no se si en suerte o en desgracia. Me gustan muchos esos héroes que no lo parecen, que esconden bajo su abrigo o sus gafas o su gorro de invierno, o quizá bajo una bata de guata una carga de energía que no sabes de dónde sacan. Nadie conoce sus nombres, sólo y quizá los más cercanos. Pero tienen en casa o en la familia o en algún amigo un motivo para la pelea. Se suelen llamar Mari Carmen, Elpidio, Antonia o Jesús.

 

Estoy segura que ellos no hubieran elegido serlo, héroes quiero decir, porque en realidad lo que les ha tocado es una puñeta como una casa. No les ha tocado una casa, no. Esa se la pueden quitar un día de estos sino lo han hecho ya. Otra puñeta. Les ha tocado un hijo con una discapacidad, un marido con una depresión, un accidente que ha postrado a su mujer en la cama de por vida. Les ha tocado que el estado o el gobierno de turno no se ocupe de ellos. Les ha tocado un sueldo mileurista, en el mejor de los casos y mucho gasto que asumir a partir de aquel día en que llegó un disgusto que han tenido que tragar como han podido. Una mañana descubrieron que su hijo estaba enredado en la droga y a punto de tirar su vida por la borda; o les ha llamado la Guardia Civil para avisarles de que es urgente que se acerquen a un determinado hospital; o el parto que con tanta ilusión esperaron se torció en el último momento. Y ahí empezó otra vida para ellos, esa que les obligó a convertirse en héroes por cojones.  Y vaya cojones, porque conozco personas en mi entorno que batallan a diario en guerras que yo hubiera dado por perdidas. [Ver Másteres universitarios]

 

No saldrán nunca en un informativo, ni serán portada de una revista. Pero son unos héroes de tomo y lomo. Lo suyo si que son superpoderes. Aunque estoy segura que, si hubieran podido decidir, hubieran preferido no tener que descubrir que escondían en el fondo de esos cuerpos agotados tanta energía, tanta capacidad de tirar del carro, tanto valor.

 

Algunos se enteraron un día de que la fábrica cerraba o de que la empresa ya no contaba más con ellos. Muchos pensaron que habría otra salida, pero aún no la han encontrado. Apostaron por una familia a la que ahora poco le pueden dar. E imagino que sueñan con un mañana a la altura de lo que se merecen: feliz. Algo que debería ser no ya un derecho del ser humano, sino un deber. Pero la felicidad está a precio de oro. O de mierda.

 

Porque muchos se han asegurado el presente a base de mierda. La tenemos todos los días en los medios. Oportunidades de hacer negocios sucios que no se desperdician; apuestas amañadas que te garantizan una buena cuenta corriente o un tarjeta opaca sin límite de gasto; seguros de vida que vienen a buscarte en formas extrañas que, siendo sospechosas, resultan sobradamente tentadoras.

 

Pero esa mierda es una buena mierda. Sobre todo si no te pillan. Es mierda con apariencia de oro y te permite un tren de vida nada desdeñable. El problema está en la mierda que llega con complicaciones vitales. Las que te roban la vida suspiro a suspiro obligándote a demostrarte a tí mismo que tu puedes. Ahora que llegan estas fechas, que a mi no me gustan pero de las que no puedo evadirme, me fijo más que nunca en cada persona que transita a mi lado  e imagino y deduzco si es un héroe o ha tenido la suerte de tener una vida normal que progresa adecuadamente y sin problemas. Y me quito la gorra antes cada héroe y heroína. Porque se que no duermen como yo y que no esperan nada de cada amanecer. Sólo que las cosas no vayan a peor, que ya están suficientemente jodidas. Y es curioso, porque esos héroes sonríen y no se quejan. Y muchos deberíamos aprender de ellos. Estoy segura de que en muchas imágenes que he visto hoy en los periódicos, entre la masa de gente, había al menos un héroe por metro cuadrado. Pero no presumen de ello. Porque son tan valientes que no lo necesitan.

 

María Díaz
Periodista
www.mariadiaz.eu

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