Aseguran los que se dedican a estudiarlo (la Comisión Nacional para la Racionalización de los horarios), que España es el país de Europa en el que más horas se trabaja y el último, después de Portugal, en cuanto a productividad.
Se supone que lo mejor que pueden decir de tí en la oficina es que “entras el primero y te vas el último”. Parece que toda la sociedad tiene que adaptarse a las jornadas interminables que hemos asumido sin rechistar. Los comercios tienen que abrir hasta las diez de la noche y los días festivos para que podamos comprar y dentro de poco le pediremos a los colegios que tengan servicio nocturno de guardería.
La jornada interminable es un modelo heredado de la época de nuestros abuelos, cuando era necesario trabajar en dos o tres tajos a la vez para poder alimentar a la familia y en el que, por supuesto, la madre estaba en casa. Ahora es inviable. No se puede trabajar de nueve de la mañana a ocho de la tarde, tener en el medio dos horas para comer y llegar a casa con las fuerzas justas para ver la serie de turno en la tele y meternos en la cama.
Es alienante y estresante para los que no tienen hijos, imposible para quienes los tienen, discriminatorio para los que no se lo pueden permitir y además, no produce ningún rendimiento. En ésto, los países nórdicos nos llevan la delantera y deberíamos imitarlos.
Está demostrado que la jornada continua y la flexibilidad de horarios no sólo produce más felicidad. También da mejores resultados a las empresas. Entonces, ¿a qué esperamos?, ¿calentar la silla durante horas, la comida de mesa, mantel, copa y puro y las reuniones hasta las nueve de la noche son un rasgo distintivo de la españolidad?. Yo más bien diría que son un camino seguro a la infelicidad.
Marina Martínez-Vicens Periodista