D.Pedro se quedó en el despacho esperando mi reacción y yo salí a echar un vistazo a los documentos que me había entregado: una escueta carta de despido y un balance del dinero que recibiría en concepto de indemnización y de liquidación. La verdad es que era una cifra mareante para mi pobre economía, al fín y al cabo, eran 20 años de trabajo y me correspondían 45 días por año trabajado. Aunque mi sueldo no era muy allá, la cifra resultante no estaba del todo mal, aunque en ese momento me paré a pensar “¿cuánto vale mi tranquilidad, mi felicidad o mi estabilidad? Sin duda, mucho más dinero del que me entregaba en ese momento la empresa.
Al salir, miré a mi compañero, a Pepe y él enseguida adivinó qué estaba pasando. Me hizo un gesto de resignación pero no podía levantarse de su mesa y mucho menos cuando comprobaba que estábamos en periodo de “recortes”. Lo entendí y en realidad, no me gustan esos momentos en los que la gente no sabe muy bien qué decirte y en el que se ven obligados a animarte con tópicas frases, acuñadas para momentos como esos.
Mi mente rápidamente se puso en marcha, se activó. Tenía que consultar con un abogado, no quería que me engañasen en las cifras, era lo único a lo que podía aspirar en aquél momento porque en realidad, estaba ya fuera de la empresa, eso era una realidad. Tenía un amigo que era abogado laboralista, había ejercido en un sindicato hasta que decidió establecerse por su cuenta y lógicamente era la persona que yo necesitaba en ese momento. Llamé a Luis y en contra de lo que es habitual, logré localizarle enseguida, le había pillado terminando su jornada laboral y preparando como la mayor parte de madrileños su puente.
Le expliqué la situación y le expuse detalladamente lo que me ofrecían en aquella cuartilla que me había cambiado la vida. Luis echó mano de la calculadora, hizo cuentas y más cuentas. Estaba todo correcto, me dijo. No había mucho más que rascar, meterme en un proceso judicial no me iba a servir de mucho e iba a retrasar la posibilidad de cobrar el paro y la indemnización que me correspondía.
Por tanto, volví al despacho de D. Pedro, toqué con los nudillos en la puerta pese a que estaba abierta. Le expuse que estaba de acuerdo con las cuentas y en aquél momento, quise terminar cuanto antes, firmar lo que tuviera que firmar y marcharme corriendo de ese lugar. Mentiría si no dijera que se me partía el alma, no me había ido y ya sentía nostalgia de ese lugar en el que me había dejado 20 años de mi vida. Firmé todo lo que D. Pedro me puso delante, tampoco fue mucho, la verdad y en cuestión de pocos minutos, tenía en mi poder “mi sentencia de muerte laboral”, eso sí, acompañada de un cheque y de los papeles necesarios para presentar ante el Inem.
El final de la reunión con D.Pedro fue cordialmente tensa. Cordial porque continuó con su actitud falsamente paternal pero a la vez, no hablábamos mucho ni él ni yo. Lo justo para acabar con esa incómoda situación. La despedida fue con un apretón de manos con el que débilmente quiso transmitirme una pequeña porción de sentimiento que no supe descifrar. Oí una retahila esas tópicas frases del momento: “muchísima suerte”, “el mundo da muchas vueltas y quién sabe si volveremos a contar contigo”, “con tu valía no tendrás problema en encontrar un nuevo trabajo” y la que más me llamó la atención: “espero que nos visites en alguna ocasión para saber de ti”. ¿Qué yo iba a volver por aquél lugar? Ni loco, vamos. No es un lugar de recreo, es un lugar de trabajo y qué pinto yo visitándolo, pensé en aquél momento.
Ya está. Por si me había quedado alguna duda minutos antes, ya estaba despedido, ya era un parado más. ¿Qué numero haría en el Inem? No me refiero a un número aproximado, me gustaría saber exactamente el puesto que me correspondería. Ya sé que es una tontería ese pensamiento y que no conduce a nada pero es que en ese momento, la rabia y la impotencia te conducen a pensar absurdeces como ésta.
Volví a salir del despacho del “jefe”. Noté miradas extrañas de mi compañeros, algún que otro cuchicheo, supongo que la noticia había sorprendido. Recordé otros momentos en los que yo había estado allí cuando otro compañero había sido despedido. Se producían conversaciones en las que se mezclaba la sorpresa, la compasión, el enfado y una cierta inseguridad de no saber quién será el próximo. Pepe dejó ya el manual del buen empleado, se levantó de la mesa y se vino a charlar conmigo. Yo en realidad estaba en una nube así que no podría deciros con exactitud qué me dijo y qué le dije. Supongo que también en estos casos, las conversaciones suelen ser parecidas y se resumen en “no hay derecho a que te hagan esto”. Yo intenté abreviar también este paso, no quería pasarme allí horas y horas compadeciéndome de mi despido. Quería recoger cuanto antes e irme a casa para compartir la tristeza con mi familia. Allí si podría ser yo mismo, dar rienda a mis sentimientos sin temor a que unos extraños, la mayor parte de mis compañeros, no terminaran de entenderme.
Fui a mi mesa y recogí mis pocas cosas. Es terrible como veinte años de trabajo, se reducen a un puñado de papeles, alguna fotografía de la familia, una agenda y poco más. Mi trabajo como administrativo tampoco daba para mucho más. No fue necesario ni siquiera pedir una caja. Eso sí que era triste, qué poco me quedaba de ese tiempo de trabajo, ni siquiera un recuerdo emocional, sentí que mi paso por allí no había dejado finalmente huella, ahora sentí que nos trataban como un número porque en realidad somos poco más que eso. Te marchas y sólo queda una mesa vacía, sin más.
Los compañeros con los que tenía más confianza se fueron acercando para despedirse aunque no les dí demasiada conversación, ya digo que no me apetecía alargar el final y dar lugar a todos los tópicos que conlleva esta situación. Había cumplido todo el ritual y me quería marchar cuanto antes. Lo hice, me despedí de los vigilantes de la entrada sin darles demasiadas explicaciones y salí por la puerta principal con una cierta congoja. Miré un instante esa puerta por la que había pasado mil veces en estos años. Quise memorizar su “fotografía” porque la verdad hasta entonces ni me había ocupado de los detalles, ni del color de las paredes, era así de despistado.
Ya había pasado todo, no regresaría jamás a ese lugar. Aunque en realidad todo no había pasado, quedaba el momento de comunicárselo a mi mujer y aquello me iba amargando, me daba hasta un poco de vergüenza hacerlo…… (continuará)