“Envejecer no es para cobardes.” Constituye una de las citas clásicas, y más celebradas, salidas del ingenio viperino de ese mito del séptimo arte que es Bette Davis. En esa breve frase el icono cinematográfico por excelencia del melodrama hollywoodiense de los años 40 (s. XX) arrojaba sobre sí misma la cruda luz del potente foco de la realidad descarnada que ha de encarar una persona despojada ya de ese valor de primera clase que en nuestra sociedad representa la juventud.
Tras unos arduos comienzos en la industria del cine, Davis se forjó su propio trono artístico desde el que reinó de manera fastuosa a lo largo de la década de los cuarenta. Dotada de unas facultades dramáticas sobresalientes y de un tipo de belleza extraño pero magnético, la actriz conoció la clase de gloria reservada a quienes son materia predilecta de la mitomanía popular. En 1950 se estrenó la que es consideraba por muchos la cima de su carrera “Eva al desnudo”, en donde hizo suyo el rol que ha quedado como perfecta encarnación de su personalidad cinematográfica: Margo Channing, y fue en esa misma época cuando Bette se topó con una certeza brutal: “Mientras rodaba “Eva al desnudo” me atropelló un camión, el mismo camión que había atropellado a esa maldita gorda que interpreté en la película. No me refiero a un camión de verdad. Quiero decir que choqué con la evidencia, más aplastante que un camión para muchas mujeres, de que tenía cuarenta años…”, la decadencia progresiva en la que entró su carrera (con salvedades puntuales como “¿Qué fue de Baby Jane?” (1962)) ensombreció lentamente la actualidad de su figura para las nuevas generaciones de espectadores, siendo relegada a la categoría icónica de “vieja gloria”. Doce años después de “Eva al desnudo” Hollywood quedó conmocionado cuando Davis publicó el siguiente anuncio en “Variety”, la Biblia del mundo del espectáculo:
BUSCA EMPLEO, ACTRIZ
Madre de tres – 10, 11 y 15 años – divorciada. Americana. Treinta años de experiencia en el cine. Capaz aún de moverse y más afable de lo que dicen los rumores. Desea empleo estable en Hollywood (Estuvo ya en Broadway).
Bette Davis, c/o Martin Baum, G.A.G.
Referencias sobre demanda.
En su cincuentena, la percepción que tenía Bette Davis sobre el crepúsculo laboral en el que se hallaba inmersa la impulsó a dejar de lado su orgullo de diva y hacer una llamada de atención a sus colegas del show business para que se percataran de la iniquidad que suponía el menosprecio profesional al que la industria sometía a intérpretes de su edad.
A lo largo de las casi tres décadas que siguieron a la publicación del anuncio la actriz de ojos saltones y temperamento volcánico vio agonizar sus oportunidades de lucimiento dramático, aparte de emprender a principios de los ochenta una dura batalla contra un cáncer que en 1989 terminaría sesgando su existencia. Los homenajes póstumos que se le rindieron diluyeron todos esos años de ostracismo, concentrándose en el regio poderío cinematográfico que había desplegado en la gran pantalla durante su juventud. La leyenda no entiende de declives y ni de olvidos.
A pesar de las circunstancias adversas, Bette Davis jamás se permitió el lujo de sentirse vencida. Hasta el día de su muerte continuó dando lo mejor de sí misma en los escasos trabajos que le ofrecían haciéndose cargo de papeles de baja estofa, y buscando otras actividades que explotaran de algún modo su creatividad. Con una salud minada y acosada por la lógica frustración de ver lastradas sus alternativas interpretativas, el miedo y la resignación nunca fueron opciones aceptables para Bette.
A día de hoy podemos afirmar que esa enfermiza entronización de la juventud inherente a la sociedad de consumo que en su día empezó a arrinconar a personas como Bette Davis con tan sólo cuarenta años, ha ampliado su radio de acción. En numerosas esferas laborales haber cruzado la frontera de los treinta ya supone estar en desventaja con respecto a otros candidatos más jóvenes para optar a un determinado puesto. La experiencia y la preparación académica son tenidas en cuenta, pero en proporciones medias. La combinación ideal para adjudicar un trabajo a alguien es la suma de un poco de experiencia y estudios y un grado importante de juventud. Llegamos con ello a la paradoja de que con treinta años alguien puede ser considerado “viejo” en el mundo laboral.
El envejecimiento físico conlleva, amén de un irremediable deterioro de nuestras facultades, una pérdida de identidad de cara a los demás. A una persona mayor se le priva socialmente de su naturaleza sexual, se la deja atrás en el campo de los avances tecnológicos o culturales sin darle la oportunidad de adaptar a su ritmo una introducción en el mismo, se infantiliza su dimensión personal y se le convierte un ciudadano de segunda categoría. Si a estos rasgos generales aunamos la vulnerabilidad que le confiere a un anciano sobrellevar enfermedades propias de su edad, el panorama que se presenta ante nuestros ojos no puede ser más desolador.
Igualmente desesperanzador resulta la perspectiva desde la que podemos observar a esa otra suerte de “ancianos” a los que el despiadado sistema laboral en donde estamos cautivos actualmente tiende a desterrar de sus lindes de acción. Al traspasar la barrera de los treinta años generalmente se nos dificulta el progreso en el ejercicio de nuestra profesión o directamente se nos veda el acceso a un empleo del que por nuestras preparación y experiencia somos merecedores. Sin embargo, lo más terrible es que la idea de que los trabajadores que se encuadran en tal grupo poblacional constituyen un valor a la baja para cualquier empresa o negocio se ha inoculado de tal manera en nuestra sociedad que esos individuos se han convertido en auténticos proscritos y, al igual que sucede con los verdaderos ancianos, se les niega el desenvolvimiento de la propia dignidad. Y a la larga una actitud semejante deteriora el ánimo y la buena disposición del injustamente excluido.
Se precisa un cambio revulsivo en esta sociedad enferma de juventud para proporcionar en cada uno de los ciclos vitales de un ser humano una senda de desarrollo a todos los niveles que preserve la dignidad absoluta de su persona. Quizás un buen principio sería que quienes están situados en una posición de poder sobre otros (familiar o patronal por ejemplo) hicieran un esfuerzo de empatía con respecto a las dos clases de ancianidad apuntadas y tuviesen la humildad de comprender que, salvo por la muerte, la vida no se detiene para nadie y que, por tanto, ellos o gente que le es querida también llegarán a entrar en esas categorías.
Llegue a producirse o no esa necesaria sanación social, aquellos que nos situamos ya a una corta distancia del ecuador de nuestra vidas, en ningún caso hemos de dejarnos arrollar por las tropelías que nos inflige ese culto desaforado a la juventud. Quien resiste, gana de algún modo. Perdemos cuando caemos en la trampa de sentirnos fracasados a causa del injusto trato recibido a tenor de nuestra edad. Hemos de cumplir años y llevar la etiqueta de “viejos” con valentía porque, apropiándonos del famoso eslogan publicitario de L´Oreal, nosotros lo valemos.
Pablo Vilaboy Escritor
Excelente artículo.