Suelo hacer bromas con mis apellidos porque hay que llegar al tercero de ellos para encontrar un rasgo diferenciador o algo llamativo. Y digo “algo”, porque es claramente vasco y, de alguna manera, imprime carácter. Así que voy por la vida añadiendo que “soy rusa” (entre sonrisas) después de cantar los nombres familiares de padre y madre que acompañan al mío de pila. O recurro a la coletilla de “los Díaz de toda la vida” para insistir en lo común de mis apellidos. Pero esto de tener un nombre como mucha gente, al que yo he intentado dotar de personalidad, no voy a negarlo, me ha dado un par de sustos este 2014.
El primero casi a principios de año, allá por marzo. Mi nombre aparecía en los medios vinculado a un desagradable intento de agresión. Aquí, mi otro yo era la víctima. Se trata de una actriz que ha adquirido cierta popularidad gracias a una serie de televisión y que se vio amenazada por un grupo de ultras, hinchas de un equipo de fútbol, que decidieron tomarla con ella bajo la sospecha de que fuera transexual. Algunos, como recurso de defensa ante el error, sólo supieron esgrimir “pero si no lo es”. Transexual, digo. Como si el error estuviera en la catalogación dentro de un grupo al que no pertenece en vez de en el ataque en sí mismo. Vamos, que alguno estuvo flojo intentando criticar la agresión como si ir por la vida atacando a una persona en proceso de asignación de sexo tuviera más excusa que ir insultando a una mujer. Mal estamos si las ofensas adquieren razones en función del colectivo en el que te hayas…
La cosa es que yo me asusté. Era mi nombre, evidentemente no era yo, y era una víctima de falta de raciocinio. Me solidaricé con ella. El asunto no pasaba por ser una tontería y, al fin y al cabo, compartimos una identidad en esta vida.
El otro susto acaba de llegar, como los reyes magos en enero. María Díaz, o sea, yo; o sea, otro yo; o sea, que no soy yo pero podría parecerlo, aparece en los medios defendiendo la figura de su marido, imputado en la operación “Púnica”. ¡Vaya por dios!. Otra escandalera. Y ahora yo ¿cómo reivindico mi honorabilidad, mi honestidad, mi decencia?. En definitiva, mi nombre. Quede claro que mi tocaya no es culpable de nada y, por lo que dice, su marido, el responsable de que ella ( y por ende yo) esté en los papeles, tampoco. De eso, como no sé, no hablo.
A mí lo que me gustaría, reconocido que respondo a un nombre común, es que se me asociara con triunfos, premios, honores y futuro. Pero no futuro en la trena. No. Futuro en la gloria. A la que no sé cómo se llega pero que me gusta. La imagino fácil, alegre, cómoda y, si me apuran, hasta dorada (si hay que elegir un color). O sea, me gustaría que una María Díaz se hiciera con un Nobel, o con la vacuna contra el ébola, o acabara con tanta injusticia en el mundo que vemos a niños ser explotados por impresentables, o fuera la persona que destapó el uso de tarjetas negras porque se lo ofrecieron a ella y le pareció una vergüenza el planteamiento…No sé. Vaya, ver mi nombre negro sobre blanco en un medio de comunicación asociado a un acontecimiento de los que se celebran. Y, ya puestos, no sólo ver mi nombre si no mi cara también. Porque a veces me gusta soñar que dispongo de condiciones para poner en marcha todos esos proyectos bienintencionados. Y entonces me doy cuenta de que soy tan común como mi nombre y que los superhéroes viven en el reino de la ficción. Y me da mucha rabia porque me siento impotente y me gustaría llamarme de otra forma. Con la edad que tengo, y más de la mitad del recorrido de mi vida hecha, a ver quién lo arregla.
María Díaz Periodista www.mariadiaz.eu