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No Cantaré. Recitaré

Sucedió en Ootacamund (India). Corría el año 1917. Una hermosa niña de tres años y medio, vestida de pastorcilla, avanzó hacia el proscenio de un escenario local donde se estaban representando diferentes números musicales para solaz de lo más granado de la sociedad blanca de aquel privilegiado lugar de la, todavía, colonia británica. Cuando esa pequeña personificación de una porcelana de Dresde se detuvo y exigió silencio y atención para lo que iba a constituir su actuación golpeando repetidas veces el suelo con el cayado que completaba su disfraz, el público asistente contuvo la respiración, expectante. La madre de tan osada chiquilla la miró con alarma. Había enseñado a su hija una popular tonada infantil titulada “Little Bo Beep” para que la cantara aquella noche, y ese audaz reclamo de atención por su parte era totalmente ajeno a lo que habían ensayado previamente para la ejecución de la pieza. Después de cerciorarse de que nadie en la sala era capaz de apartar sus ojos de ella, embebidos como estaban por la intriga que su arrojado comportamiento les había generado, la niña dijo con una firmeza aún más sorprendente:

  • No cantaré. Recitaré.

 

Y así fue.

Aquella pequeña de talante indómito y belleza sin igual era Vivien Leigh, la inmortal encarnación cinematográfica de la Escarlata O´Hara de “Lo que el viento se llevó”.

 

A lo largo de toda su vida Leigh guardó una total lealtad al carácter indoblegable ya apuntado en su infancia, y con él fluctuó entre la felicidad y la desdicha, fiel a sí misma, asumiendo dignamente la incomprensión que muchas veces la férrea determinación de su voluntad generaba. “Digo lo que pienso, no disimulo y estoy preparada para aceptar las consecuencias de mis actos.”, afirmó en una ocasión la actriz.

 

Desde que nacemos se nos encasilla. La constitución y modulación de nuestra personalidad no sólo ha de vadear un variopinto torrente de influencias culturales, educacionales y sociales, sino que además tiene que hacerlo enclaustrado en determinadas cuadraturas de vida que pretenden cercenar las múltiples posibilidades que ofrece nuestra evolución como personas.

 

El ejercicio, siempre limitado, nunca satisfactorio, de nuestro libre albedrío se ve atacado de manera incesante por una conjunción de fuerzas varias que pretenden dominar las directrices de nuestra conducta y la orientación de nuestro pensamiento, nuestras elecciones de estudios o laborales e incluso la articulación de nuestras vivencias en el territorio evanescente del amor.

 

¿Es posible mantener una auténtica fidelidad a uno mismo bajo la presión restrictiva de tantos condicionantes?

 

Existe un punto intermedio entre la anulación personal y el alcance imposible de una libertad íntima absoluta, un espacio enraizado en lo más hondo de nuestro ser donde la lealtad hacia quienes realmente somos resulta factible siempre y cuando estemos dispuestos a pagar los correspondientes peajes que traiga consigo intentar desviarnos de aquellas sendas predeterminadas en las que se nos quiere encauzar.

 

Nos respetamos en la medida que no le damos la espalda a cada una de las pulsiones que vivifican nuestra personalidad y no renunciamos a la posibilidad de materializar aquellas ilusiones que nutren nuestros sueños. Que la opresión de la realidad nos obligue a matizar en la práctica muchos de nuestros propósitos e incluso nos fuerce a darnos por vencidos en el logro de una meta concreta, no ha de implicar una aniquilación de nuestra individualidad.

 

Pablo Vilaboy
Escritor

 

Ni en la derrota el abandono del reducto de nuestra propia identidad es aceptable.

 

En el gran teatro del mundo recitemos y no cantemos si es eso a lo que nos impele nuestro ser.

 

 

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