Me he puesto a hacer memoria. A recordar mis 20 años, absolutamente absurdos, imagino que como los de cualquiera, mirando a un futuro utópico mientras intentaba prepararme para enfrentarme a los 1.000 golpes que me iba a deparar la vida sin yo saberlo. A recordar las sufridas entrevistas de trabajo para intentar ser una mujer de provecho en un mundo aún más machista que el de ahora. A recordar mis miedos, mis inseguridades, mis vacíos, mis dudas, mis envalentonamientos ante examinadores laborales que te sometían a interrogatorios durísimos para poder colocar a su recomendado. Decía mi madre que «el que tiene padrino se bautiza y el el que no, se queda moro». Y yo era «mora perdida», desasistida en el mercado laboral, incomprendida en mis primeros «interrogatorios» en busca de un trabajo.
Nicolás, toda una escuela para bandearse en la vida
Me recuerdo y me veo medio lela pero cargada de energía y de cierta capacidad de análisis. Vamos, lo normal. Y entonces miro al «pequeño Nicolás» y alucino. ¿Cómo es posible que un «pipiolo», un chavalito, que por muy inteligente que sea anda en modo «credibilidad cero», que un pedante repipi que acaba de superar la mayoría de edad se cuele en círculos vetados a cualquiera, en ámbitos exclusivos? ¿Cómo es posible que alguien le escuche y reaccione a sus estímulos tal y como él pretende en vez de darle una palmadita en la espalda y mandarlo a casa con mamá? Entiendo que con esa edad y, quizá, con aires de grandeza, el chaval soñara e intentara progresar adecuadamente y a velocidad de vértigo en este mundo cruel que te niega cualquier derecho por el mero hecho de pretenderlos. Imagino que miró a su alrededor, vio lo chusco del panorama y concluyó lo que cualquiera: «la cosa está chunga». Pero de ahí a montarse el «rollo» que se ha montado. ¡Qué quieren que les diga!.
Curtida en años, vapuleada por experiencias profesionales que hubiera preferido no «cruzar» como quien no se atreve solo contra el desierto, con pedigrí laboral, cargada de miedos ante el futuro sigo pensando que detectar a un pintoresco ser con ínfulas no debe ser tan complicado.Quiero creer que a mí no me habría convencido de nada, no me habría seducido. Lo supongo hablando de manera pedante, equivocado de escala, de mundo. Me lo dibujo pidiendo un crédito y me da la risa. Pero lo veo subido en un cochazo con chófer montando una gorda en un restaurante gallego, alcalde de por medio, y la sola percepción de la escena me suelta la vejiga.
No sé si el tal Nicolás es un listo que ha «abofeteado» a otros que iban de más listos que él o un soberbio que pensó que todos éramos idiotas. Intentaba saltarse las normas quizá porque confirmó que respetarlas le hacía este mundo muy complicado. Y se fue hasta el otro lado. Y durante un tiempo, hasta le salió bien. ¡Vaya!. No sé si intentarlo yo, con más credibilidad que un veinteañero pero con más conciencia. Lo mismo el truco funciona y me puedo dar la gran vida durante un rato. Mejor que nunca, «el buen rato» puede valerme. No sé si el jovenzuelo era consciente del lío en el que se estaba metiendo. Quizá sí y pensó, en su impudicia, que nunca le pillarían y se imaginó, cual cuento de la lechera, de primer ministro en este país mismo. Quizá no y sencillamente seguía su propio juego sin saber a dónde le llevaba.
Morro el chaval tiene. Y capacidad de inventar. Cada una de sus peripecias no tienen cómo sujetarse a mi entender. Pero ahí están las fotos y los vídeos. Ves a personas supuestamente inteligentes compartiendo mesa con él en una charla aparentemente importante. Te lo encuentras saludando a los reyes en un fila en la que yo nunca estaré, ni falta que me hace, y te planteas cuál era su meta. Cuando cualquier ser humano patrio o emigrado sólo tiene como objetivo obtener un trabajo y vivir dignamente sin más, Nicolás nos sale soñador, ambicioso y emprendedor y se pone a meter goles por la escuadra. Insisto: no sé si mirarlo como a un héroe o despreciarlo como a un pedorro. Pero el tema es que muchos, prebostes de esta sociedad de la que participamos, le admitieron en sus vidas. A nosotros, ni nos miran. A lo mejor, hay que empezar a copiar las técnicas del muchachote y dejarse de rollos. Que el que estafa el último, estafa mejor.