Hola amigos, fue el pasado viernes, será un día que no creo que pueda olvidar el resto de mi vida. Llevaba más de veinte años dejando la piel por mi empresa, empecé casi en pantalón corto y había llegado un momento en el que creí que iba a formar parte de mi vida hasta el final de mis días laborales. Sin embargo, ahora puedo decir tranquilamente que estaba equivocado.
A pesar de la crisis, de lo que había leído en los medios de comunicación, nunca pensé que mi puesto corriera peligro. Se notaba que en mi empresa las cosas no iban demasiado bien desde hace meses, pero ¿cómo iban a despedir a un trabajador tan comprometido con la causa como yo? Nunca llegué a ser jefe de la compañía, ni mucho menos accionista, pero mis veinte años trabajados en ella me hacían pensar que era un poquito mía. Nunca fui de los que actué como si la fuera a heredar, indudablemente tenía claro que yo era un trabajador y mi comportamiento siempre fue como tal. Pero el sentimiento, para que os hagáis una idea, es como cuando uno es de un equipo de fútbol, que lo es para siempre tanto si gana como si pierde.
El caso es que el viernes fui a trabajar como cualquier otro día. Había dejado a mi pequeña Raquel en el colegio y me marché a terminar las tareas de la semana. Soy de Madrid ,y como el 9 de Noviembre es fiesta local, mi cabeza planificaba cuidadosamente la agenda para entretener a las dos fieras que tengo por hijos y de paso, recuperar parte del tiempo para Laura, mi mujer, con la que llevó ya casado quince años. Se me ocurrió que quizás podíamos acercarnos a ver los primeros copos de nieve a Navacerrada, si es que por fín aparecen, como había señalado el hombre del tiempo. A pesar del frío, nos gustaba dar largos paseos por la zona, mis hijos correteando y nosotros abrazados como cuando estábamos solteros.
Llegó el momento de fichar, pasé por el control de seguridad que cada día me resultaba más pesado, llegará un momento en el que nos hagan desnudarnos para entrar a trabajar. Llegué a mi mesa, encendí el ordenador y me dispuse a completar las tareas de la semana que ya llevaba muy avanzadas. El ambiente de mi oficina es el de siempre, prácticamente no se oye más ruido que el teclear de los ordenadores y algún teléfono que suena de vez en cuando. Esa mañana no era diferente, prácticamente ni nos mirábamos a la cara en todo el día, sólo a la hora del café manteníamos alguna conversación trivial.
Ese día, no sé si por una especie de premonición, me dio por observar a mis compañeros. Ya quedaban muy pocos de los que empezaron conmigo hace veinte años. Había evolucionado mucho mi empresa, prácticamente pasamos en poco tiempo de la prehistoria al siglo 21, de las viejas máquinas de escribir y los cerros de papeles a los ordenadores, las memorias usb, las impresoras y los escáner. En los inicios, recuerdo la emoción de mi primer sueldo, las cervezas que compartíamos con los compañeros al terminar nuestra jornada laboral, incluso pasábamos alguna noche loca aquellos que prácticamente habíamos salido del cascarón por esas fechas.
Ahora era todo más frío. Se acabaron los cervezas, las noches de juerga, los mayores teníamos familia y los más jóvenes no duraban el tiempo suficiente para congeniar con otros de su edad. Lejos quedaba aquél ambiente familiar en el que desarrollábamos nuestro trabajo, ahora todo era más profesional, más práctico, éramos apenas un número para nuestros jefes.
No creáis que me dediqué toda la mañana a repasar todo eso, también trabajé. Me considero una persona responsable con mis obligaciones, jamás me han tenido que llamar la atención por no acabar mis tareas. Y esa mañana, la del viernes, no fue diferente. Ya digo que llevaba el trabajo bastante adelantado y eso me permitió ciertas licencias que de otra manera no me hubiera permitido.
A la hora del café, estuve charlando con Pepe. Me comentó que el ambiente en la oficina estaba raro, aún más raro de lo habitual. Pepe llevaba un par de años menos que yo pero habíamos vivido la evolución de nuestra empresa hasta convertirnos casi en parte del mobiliario. Ese día me dijo que había apreciado un semblante demasiado serio de nuestros jefes, un semblante de preocupación que atribuía a los malos resultados económicos de los últimos meses. Mi compañero estaba convencido de que alguno temía por su puesto y la verdad es que no nos extrañaba porque ¡cuántos ejecutivos habían pasado por esos despachos en todos éstos años! Cienes y cienes, como diría aquel. No se caracterizaba mi empresa precisamente por la estabilidad en sus puestos directivos, quizás otro error más en la gestión, aunque hasta ese momento no me preocupaba demasiado porque no me afectaba a mí.
Ni Pepe ni yo temíamos por nuestros puestos, al menos en ese café compartido no lo expresamos, aunque siempre en época de recortes, uno sabe que también le puede tocar. ¿Pero cómo iban a desprenderse de dos personas que eran tan de la empresa como el mobiliario? ¡Qué equivocados estábamos!
Nada más terminar el rato del café, volvimos a nuestros puestos de trabajo, ya quedaba menos para disfrutar del puente. Seguía tejiendo en mi cabeza los planes para esos tres días, quizás podríamos aprovechar para limpiar el trastero que está literalmente echo una pocilga -pensaba en esos momentos-.
De repente, sonó mi teléfono, era una llamada interior. Uno nunca se puede imaginar cómo le puede cambiar la vida un hecho tan cotidiano como el sonido de uno de estos trastos. Era la secretaria de D. Pedro, el director de Recursos Humanos que me pedía que acudiese a su despacho lo antes posible. Hice la pregunta tópica y la vez un poco tonta pero que a todos nos sales de primeras: ¿Para qué? Y claro, la pobre mujer, lo supiera o no, me dio largas. Es el tipo de preguntas que uno nunca debería hacer para no comprometer a la otra persona que no quiere convertirse en portadora de malas noticias…
Tras colgar el teléfono, comprobé que mi semblante había cambiado. Me dí cuenta al mirar a Pepe que mi hizo un gesto preguntándome ¿qué pasa?. Yo sólo pude encogerme de hombros y caminar hacia el despacho de D. Pedro. Saludé a su secretaria y allí estaba ese hombre, de unos treinta años, impecablemente vestido y con kilos de gomina en la cabeza. Me saludó de una manera tan afectuosa que ya empecé a imaginar que aquellos no podía ser demasiado bueno. No era este jefe de los que le gustara romper las distancias que deben existir con un trabajador, más bien al contrario.
Y comenzó la conversación. No soy capaz de reproducirla textualmente, sólo recuerdo que comenzó destacando mi labor dentro de la empresa, mis años de fidelidad, mi trabajo intachable. Parecía un discurso fúnebre, de alguien al que se le han acabado sus días y desde luego, yo ya me estaba “oliendo la tostada”. Mi cara era impasible, no quise agregar el menor comentario para no alargar la espera de un final que parecía obvio. Llegó la segunda fase de la conversación, aquí me explicó las dificultades por las que atravesaba la empresa, la necesidad de recortar gastos. Y claro, uno de los gastos más fáciles de recortar era el de algunas nóminas. Se confirmaba: “Estaba despedido”, aunque traducido al lenguaje de D.Pedro era “nos vemos obligados a prescindir de sus servicios”. Me lo dijo con un gesto casi paternal, un tanto absurdo si tenemos en cuenta que perfectamente podía ser mi hermano pequeño más que mi padre.
Yo en aquél momento, no sabía ni cómo actuar. Por un lado, mi sentimiento de rabia me hubiera obligado a agredirle directamente, pero estaba tan derrotado que no me quedaron ganas ni de eso. De repente, me quedé bloqueado, era una noticia que no podía ni imaginar pero, por primera vez en mi vida, estaba en el PARO, estaba en la puta calle. Y mi mente era incapaz de asimilarlo en tan pocos segundos, me daban ganas de ponerme a llorar allí como un niño pero mi orgullo me lo impedía. No quería darle ese gustazo a este señor que había cambiado mi vida en tan sólo una conversación de cinco minutos.
D.Pedro me puso delante el documento que debía firmar para sellar “mi sentencia de muerte” laboral. Yo era incapaz de leer y mucho menos de firmar algo que tan sólo unas horas antes me hubiera parecido impensable. Le pedí unos minutos para hacer unas llamadas y en su enorme “magnanimidad” me lo concedió… Lo cierto, y lo importante, es que ya era desde ese momento un PARADO más….. (continuará)
Recuerda que este blog está abieto a tus colaboraciones, envíanos tus reflexiones, críticas, tu historia o tu denuncia a blog@portalparados.es