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Decir adiós

Me repito sin césar que nacemos para morir y que eso es lo único que sabemos con certeza de nuestra vida: que termina. Pero, córcholis, qué jodido es (con perdón) enfrentarte al asunto cada vez que te toca. Y te toca. Te consuelas si no ha habido dolor para el finado aunque a ti la sorpresa te haya partido de lado a lado. Pero al menos, “él/ella no sufrió”. Te consuelas también si la muerte supuso el final de una agonía absurda cuya única salida era la que era. Buscas motivos, los que sean, del hecho cierto de que alguien ya no está en tu vida. Y eso, te jode (de nuevo con perdón).

 

Pero de vez en cuando aparece alguien que te reconcilia con el hecho supremo e innegable de que te vas de la vida porque llegaste a ella para gastarla. Es el caso de Oliver Sacks, neurólogo y escritor, que ha decidido despedirse de este mundo en alto, a gritos, asumiendo que es lo que hay y dispuesto a disfrutar del tiempo que le queda. De mayor quiero ser como él. Aunque advierto desde ya que a mí, mi muerte, no me asusta. Sé que me alcanzará y sólo le pido que no me haga sufrir inútilmente.

 

Por eso defiendo el derecho a la muerte tanto como el derecho a la vida. El derecho a vivir dignamente y a morir con la misma dignidad. A decidir cuando dices adiós a lo que tuviste porque ya no te vale la pena. Tengo un amigo, de más de 80 años, que siempre pregunta “¿tú que quieres? ¿vivir o durar?” . Y seguidamente se contesta a sí mismo: “pues eso”. Porque lo que él quiere es disfrutar. O sea, vivir. Y el día que todo eso pierda sentido, algo hará, pero mirará hacia atrás sólo para despedirse. Chapeau.

 

Sacks hace pública su eminente muerte porque, imagino, será terapéutico para él. Y porque no querrá estar dando explicaciones individuales de por qué cambia su plan de vida a estas alturas de la misma. Y porque a lo mejor sabe que ayuda a alguien haciendo saber que tiene que fajar este toro como sea porque no queda otra. Hace años, André Gorz, filósofo, asistió a la muda decadencia de su mujer, consumida por el alzheimer, Dorine Keir. La amaba tanto que no imaginaba su vida sin ella y atajó el dolor y la falta de memoria. Primero escribió “Carta a D. Historia de un amor”, en un intento de revivir las emociones compartidas y reprochándose el hueco que le había dado en su convivencia. Y con el libro en la calle, ambos se suicidaron juntos, se despidieron del mundo de la mano y a la vez…ya no les valía la pena. Él era más consciente que ella. Pero asumieron, en su vida juntos, lo que querían y lo que no. Y así de claro actuaron. Sin miedos, sin tapujos, sin aspavientos. Lo bueno se había acabado y lo malo empezaba a ocupar demasiado espacio y tiempo. Hermoso adiós que pilló a los suyos desprevenidos.

 

Cada uno debería poder elegir su adiós. Cómo y cuándo, sin que eso suponga que uno apueste por vivir 200 años. Leo por ahí que los chavales que nacen ahora vivirán más de 100 años y no sé si quiero apuntarme a ese carro. Que si la vida te sale buena, ni tan mal. Pero como te salga mala, a ver cómo achuchas el día a día. Carajo: no sé si es suerte, pero algunos ya le ponen ganas a esto de levantarse todas las mañanas.

 

María Díaz
Periodista
www.mariadiaz.eu

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